¿Cuál es el origen de la expresión 'poner los cuernos'?




La infidelidad amorosa es tan antigua como el género humano. Incluso, algunos malpensados creen haber descubierto, leyendo entre líneas el texto bíblico, que en realidad no existió manzana alguna, sino que Eva estaba enamorada de un rival de Adán, al que por caballeroso disimulo resolvieron identificar con una serpiente, por guardar las apariencias.
Lo cierto es que en todas las culturas y pueblos existen incontables leyendas, mitos y cuentos sobre el origen de la frase “poner los cuernos”. Se ha traducido a todas las lenguas. Es probable que en este momento sea la expresión coloquial más usada en el mundo entero, sin importar las diferencias raciales, culturales o idiomáticas.

Por eso me pareció que valía la pena ponerse a averiguar de dónde procede esa expresión y, para empezar, encuentro que los cuernos siempre han formado parte de proverbios y enseñanzas en la sabiduría popular. En tiempos remotos, los viejos germanos, primeros pobladores de Alemania, llamaban “quebrantar los cuernos” al hecho de bajarle los humos al pretencioso que se creía superior a los demás.
El cuerno llegó a ser tan importante en la vida diaria de nuestros antepasados que de él proviene el nombre Cornelio, porque se creía que le garantizaba prosperidad a quien lo llevaba. Recuerden que en aquellos tiempos la abundancia se representaba con un cuerno gigantesco que arrojaba riquezas.
Los antiguos fenicios, que fueron los primeros en navegar por los mares del mundo, creían que quemando el cuerno de un venado o de una cabra ahuyentaban a las serpientes y todos los animales ponzoñosos. De allí nació la idea de bautizar Capricornio, “cuerno de cabra”, a uno de los primeros signos zodiacales.
El cuerno siempre ha sido útil en la medicina, la agricultura, la botánica e, incluso, en la hechicería. Hecho polvo, se le usaba para fortificar las encías debilitadas de los ancianos y para purificar las aguas de beber. Hasta la Luna tiene cuernos. ¿No será que el Sol le fue infiel?

Del orinal a la infidelidad
En las paredes de las recámaras, los franceses de la Edad Media ponían cuernos a manera de perchas para colgar sombreros y capas. También servían de orinales. Con ellos se fabricaron los primeros tinteros. En sus tiempos de gloria, Alejandro Magno se adornaba la cabeza con cuernos de oro.
Nuestra lengua castellana ha sido tan machista que el Diccionario de la Real Academia, nada menos, solo reconocía la infidelidad femenina, pero no la masculina, porque lo que en el hombre se consideraba un derecho normal y natural, que merecía bromas y hasta admiración, en la mujer era un pecado monstruoso que en muchas culturas se castigaba con la muerte.
“Cornudo”, afirmaba la Academia Española hasta hace veinte años, “es el marido cuya mujer le ha faltado”. Pero “cornuda” no aparecía por ninguna parte. Era como si la mujer engañada no existiera. Hoy, simplemente, el diccionario define poner los cuernos como “infidelidad conyugal”, sin desagradables discriminaciones de género.
El primer cornudo
En un asunto que es tan viejo como la humanidad misma, ni siquiera se sabe si los cuernos proceden de la mitología griega o de la romana, pues en ambas existen esas tradiciones, lo mismo que en las tierras heladas del norte de Europa y en algunos pueblos negros de África.
Don Sebastián de Covarrubias, en su incomparable obra sobre los orígenes de la lengua castellana, publicada hace más de 400 años, sostiene que Mercurio, el mensajero de los dioses, se convirtió en un cabrón –el macho de la cabra– para seducir a Penélope, la mujer de Ulises, que es el símbolo universal de la fidelidad. Por eso, en el idioma español se le conoce vulgarmente como “cabrón” al hombre que consiente el engaño de su mujer. Así está en el diccionario.
Otra historia cuenta que, también en Grecia, la hermosa Pasifae, esposa del rey Minos, se enamoró del toro vivo que adoraban en Creta y tuvo con él un hijo al que llamaron Minotauro, un monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre. Desde entonces, los cuernos quedaron como un símbolo de la traición matrimonial.
Pero es que también los vikingos, un pueblo de rubios e incansables viajeros que partieron del norte de Europa a meterse por los cuatro costados del mundo, tienen una leyenda similar. Cuando un jefe vikingo escogía por amante suya a una mujer casada, mandaba poner en la puerta de la elegida una cornamenta de alce o de venado.
De España a América
Los investigadores más juiciosos calculan que la expresión “poner los cuernos” y sus derivados, como cornudo o cornamenta, aparecieron en el uso diario de la lengua castellana a finales del siglo catorce, unos cien años antes del descubrimiento de América, y que se sumaron al lenguaje del Nuevo Mundo con la llegada de Colón y sus tres carabelas.
La primera discusión que se formó entre los eruditos españoles y americanos fue esta: ¿solo se habla de poner los cuernos cuando se trata de una relación formal, es decir, entre esposo y esposa? ¿No se usa esa expresión en caso de un noviazgo, de una pareja de amantes o de un simple concubinato?
Desde el comienzo, los pueblos americanos han sostenido que se ponen los cuernos en cualquier clase de relación amorosa, aunque no haya matrimonio previo, pero los diccionarios españoles, con cierto aire puritano, solo aplican esa expresión en caso de engaño marital.

Los cuernos cristianos
Aunque se trataba de leyendas paganas, procedentes de mitologías anteriores a Jesús, los primeros cristianos aprovecharon hábilmente las fábulas relacionadas con poner los cuernos para pregonar las nuevas doctrinas sobre la castidad, el respeto mutuo, la lealtad matrimonial y el pecado. “No desearás la mujer de tu prójimo”, ordena uno de los diez mandamientos que Dios entregó a Moisés.
En ese sentido, la teología cristiana asoció con el demonio la imagen de Pan, el dios griego de pastores y rebaños, que también tenía cuernos, como el diablo, y simbolizaba la lujuria desenfrenada, dedicado a perseguir ninfas por los bosques. Fue así como la infidelidad adquirió una semejanza diabólica.
En tiempos medievales, hace alrededor de 800 años, en varias naciones europeas se puso de moda la costumbre infame de arrojar cuernos en la puerta de un enemigo, para insinuar que en su casa había entrado el pecado. Fue tan grave el asunto, que varias ciudades españolas tuvieron que multar con dinero o con cárcel al que lo hiciera.
Infidelidad por contrato
En algunas regiones de América, a comienzos de la colonia, se presentaron muchos casos de infidelidad femenina tolerada y hasta promovida por el propio marido, a fin de obtener dinero y prebendas de los gobernantes españoles. Había un proverbio cínico que decía: “Los cuernos son como los dientes, que duelen al salir pero sirven para comer”.
Aquella deshonra fue castigada tan severamente, que en el Paraguay marido y mujer que se prestaran para eso eran exhibidos por las calles, desnudos, montados en un burro, con cuernos y cascabeles en la cabeza. Un verdugo los iba azotando. De allí nació un refrán famoso: “Tras de cornudo, apaleado”.
Los venezolanos dicen “montar los cachos”. Cuando el traicionado es el marido, los chinos lo llaman diplomáticamente “el hombre del sombrero verde”. En Honduras, de la víctima se dice que “le crecieron las espuelas”. Los chilenos, en cambio, afirman que “le pusieron el gorro”. En México es “hacer el Sancho”. Argentinos y uruguayos emplean la expresión “meter las guampas”.
Colombia, cachos y Medellín
En el Caribe colombiano la palabra cuerno fue reemplazada desde tiempos inmemoriales, y para todos los usos, por el término cacho. En esas tierras cálidas dicen “poner los cachos”. El padre Revollo, en su incomparable trabajo sobre el lenguaje costeño, afirma que en cierta pequeña ciudad las mujeres tenían fama de ser tan díscolas, que al lugar lo llamaban “El Cachonal”.
Como una auténtica curiosidad, debo registrar que, en esa misma región, hay algunas comarcas en las cuales la gente sostiene que los cuernos no le salen a la víctima de la infidelidad, sino al autor. Llaman “cachón” al que engaña, no al engañado.
Vivo y palpitante como es, el lenguaje cambia con el paso del tiempo, y sobre todo en esta época de tecnologías frenéticas. Los jóvenes lo transforman a diario. Por estos días se ha detectado que, en Medellín, los muchachos de barrios populares le han dado un nuevo sentido al vocablo “cachón”. Con él designan al compañero sexual esporádico, con el que no se tiene una relación permanente, sino casual, y sin que implique traición a otra persona ni infidelidad alguna.
Epílogo con verbo
Hoy en día, la expresión “poner los cuernos” se ha vuelto tan frecuente que ya tiene su verbo propio en la lengua española. Se dice “encornudar” y aparece en el diccionario oficial como “hacer cornudo a alguien”.
Los psicólogos modernos sostienen que soñar con ponerle los cuernos a su pareja es uno de los sueños más recurrentes de nuestra época, pero eso no significa que el soñador esté pensando, forzosamente, en traicionar a su compañero. Lo preocupante, eso sí, es cuando sueñas que a ti te están poniendo los cuernos, o los cachos, o las guampas, o el gorro verde, o las espuelas. O lo que sea.
Juan Gossaín

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