¿Por qué ponemos los cachos?




¡Infidelidad! La palabra que más parejas rompe y la responsable de nueve de cada diez cartas del buzón de Doctora Corazón de esta revista.

Es duro decirlo, pero más de la mitad de las parejas tendrá que superar una infidelidad en su vida. Es muy probable que al menos una de las partes involucradas en una relación eventualmente se vaya a la cama pensando si tendrá que confesar lo que estuvo haciendo esa noche. Pero está claro que la fidelidad no es un teorema matemático.

¿Por qué ponemos los cachos si se supone que estamos con la persona que más amamos?

Por naturaleza no somos monógamos, o no lo éramos hasta el Neolítico. Nuestra especie recurrió a la conformación de parejas debido a factores culturales, económicos y religiosos. Más adelante, el hallazgo de una sola persona para compartir nuestra vida se fue idealizando y terminó confundiéndose con la fantasía del amor romántico que hoy en día nos gobierna. Las parejas no son perfectas, son, más bien, como el capitalismo: un sistema con muchos fallos pero, de momento, el mejor al que podemos optar. Los que jamás se emparejarán son el equivalente de los anarquistas. Y los que creen en las relaciones colectivas, en las que el sexo debe de repartirse como el pan, son los comunistas. La conclusión es que abundan los capitalistas y nos toca aceptar los fallos de tanta propiedad privada.

Para concluir: en ese trato que sellamos al escoger a alguien de forma voluntaria no iba incluida la fidelidad, pero nos tocó apuntarla a posterior para garantizar que nuestro sistema funcionara sin tantas alarmas. ¡Si todos fuéramos infieles, las enfermedades de transmisión sexual acabarían con nosotros! Además, el guayabo moral nos remataría, porque, como herederos de la tradición cristiana, la culpa no nos permite pecar sin sentir remordimiento. Y la infidelidad, para el cristiano capitalista, es pecado.

Más allá de lo que diga el cielo, aquí en la tierra una infidelidad es una falta mayor, que no está bien vista y que causa mucho dolor a las parejas. Los que se enteran de una infidelidad sufren de despecho, desamor, insomnio, depresión, angustia... Por otra parte, al que es infiel le suelen ocurrir tres cosas. 1) Que nunca jamás en la vida le vuelva a pasar y que el guayabo moral le fulmine con insecticida el mosquito de la infidelidad. 2) Que, en general, se considere fiel hasta que una razón de peso lleve a recaídas puntuales. 3) Que tenga la infidelidad tatuada y se pase la vida contando amantes, pagando habitaciones, escondiendo el celular y saltando de pillada en pillada, como un delincuente.


Gracias a la infidelidad se mantienen llenos los bares (aléjame de los que tienen el corazón abierto de bar en bar).Debido a la infidelidad puedo decir que he enviado más de 250 cartas animando a las personas a que reconstruyan el amor por sí mismas después de una cachoneada. La infidelidad puede dar trabajo a los moteleros, a las floristerías, a los hoteleros, a las agencias para casados... Además, abre el mercado del despechado que, por lo general, se siente humillado, defraudado e infeliz, y, por lo tanto, es un demandante de cambios y un consumista voraz de todo lo que le permita superar el despecho (léase: gimnasios, libros de autoayuda, centros de estética, agencias de viajes, peluquerías y entrenadores personales, por citar algunos).

En este asunto no hay diferencias. Los hombres y las mujeres ponemos los cachos por las mismas razones: porque el impulso sexual es más grande que la represión heredada de nuestra evolución. Eso no quiere decir que todo el tiempo estemos poniendo los cuernos, pero con una vez basta para estar en la lista de infieles en la Tierra. ¡Y en esa lista pueden incluir a casi todas las personas que los rodean!

Para la elaboración de mi libro Sexo sin comillas entrevisté a 50 personas mayores de 18 años y solo una me confesó que no había sido infiel. Me quedé ojiplática porque nunca esperé unos resultados así de tremendos. Me pregunté por qué hasta el más mojigato de mis encuestados había sido infiel y ¡me lo había contado a mí! Fácil: porque tanto esa persona como las 48 restantes habían tenido ganas de besar, tocar o tener una noche de sexo con alguien nuevo.

La pregunta que cabe ahora es la siguiente: Si usted hubiera podido estar con esa persona ese día (usted sabe de quién estamos hablando), en un contexto en el que nadie lo habría visto y, en esa medida, no habría puesto su relación en riesgo, ¿habría sido infiel?

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